La vieja Blasa
Tuvo que ser, precisamente,
aquella mañana. Se había levantado con un terrible dolor de muelas que le
impidió pegar ojo en toda la noche y ahora no le dejaba tomar su desayuno,
dispuesto a acabar con la causante de sus sufrimientos salió decidido a la
calle.
No había dado dos pasos cuando se
topó con ella, casi se echa en sus brazos,
-¿Qué tal te encuentras?-le
preguntó a la vez que le miraba a la cara con una sonrisa burlona y
enigmática-parece que la muela del juicio lo haya perdido y no te ha dejado
dormir esta noche.
Se puso colorado y a la
defensiva, que le dijera eso la Blasa no era nada agradable y se sintió
preocupado.
-No sé sí es la del juicio o su
compañera, pero acertaste-mintió, de sobra sabía cuál era la puñetera muela
picada, pero no quería darla el gusto de reconocerlo.
-Es la del juicio, no hay duda, y
no es necesario que vayas a ese matasanos y que te la arranque, pásate dentro
de una hora por mi casa y te daré un remedio para que deje de dolerte.
Asintió con la cabeza, sin decir
ni palabra, mientras veía alejarse a la vieja Blasa. No había tenido el valor
de decirla que no y en su interior ya estaba arrepintiéndose por haberse
comprometido.
Como ya no acudiría al único
dentista de la pequeña ciudad, se dedicó a pasear, haciendo pasar el tiempo
hasta la hora en que le había citado la vieja.
Esta vivía en las afueras, en una
antigua zona residencial con grandes casas donde vivieron las familias más
ilustres, pero estas antiguas casas señoriales fueron pasando de moda e incluso
los antes ricos se empobrecieron, poco a poco fueron sustituidas por chalés
unifamiliares. Todas menos la mansión de la vieja Blasa.
Desentonaba claramente de las
modernas edificaciones de dos plantas, con fachadas de ladrillo caravista y con
sus bien cuidados jardines frontales, estos chales eran más funcionales que
esas mansiones con una gran cantidad de habitaciones, su inmenso salón y una
enorme cocina.
La mansión exteriormente necesitaba
el tratamiento rejuvenecedor de albañiles, carpinteros que cambiaran sus
desencajados ventanales, así como las contraventanas que habían desaparecido y
una cuadrilla de pintores que rescatara los colores que un lejano día luciera.
Abrió la oxidada y chirriante
puerta de hierro forjado, que daba paso a lo que en sus tiempos fue un jardín y
que ahora estaba cubierto por tablares de diferentes hierbas, entre las que
reconoció tomillo, manzanilla y espliego, las demás le eran totalmente
desconocidas.
Tras subir las escaleras de
piedra del porche de la entrada principal, no le dio tiempo a tirar de la
cuerda, que al otro extremo movía una campanilla, la puerta se abrió,
sobresaltándole, ante el apareció la figura de la Blasa, sin el descolorido y
harapiento chaquetón que llevara hacía una hora.
-Has sido puntual-dijo a modo de saludo
mientras daba la vuelta y se dirigía al interior.
-Si-balbuceó él, al tiempo que
seguía sus pasos, tras cerrar la puerta.
Ante él se abría un gran
recibidor que acababa en una escalera de madera, que daba acceso a las plantas
superiores, a ambos lados de ella y frente a él, sendas puertas, a su derecha y
centrada en la larga pared, una sola puerta, mientras que en la pared de
enfrente había dos.
Siguió a la
vieja hacia el fondo de la estancia, a la puerta de la izquierda de la
escalera, que daba acceso a una gran habitación con estanterías repletas de
libros y estantes con grandes tarros de cristal, con cierres herméticos, llenos
de hojas troceadas, semillas y raíces de diferentes especies vegetales, todos
ellos con su correspondiente etiqueta identificativa.
Sobre una amplia mesa, había unos
cuantos de estos frascos, cogió uno de ellos y tras abrirlo vertió dentro una
bolsa de papel un puñado de su contenido, repitió la operación con otros dos
tarros, envolvió cuidadosamente su contenido y dándoselo dijo,
-De esta bolsa vas a hacerte
infusiones con un puñadito así-metió la mano en su interior y saco una cantidad
con sus dedos índice, corazón y pulgar, a modo de muestra.
-Lo harás de la siguiente manera,
hierve un puchero de agua durante media hora, llena una botella de vidrio de un
litro con esa agua y cada vez que vayas a prepararte una infusión, sacas el
equivalente a una taza, lo vuelves a hervir y entonces echas las hiervas que te
he dicho, lo apartas de fuego tapándolo, lo dejarás reposar cinco minutos,
pasado ese tiempo podrás tomártelo. En un par de días y tomándolo cada 6 horas,
se te habrá curado la infección.
Dicho esto, sacó de otro tarro
una ramita, de la que quitó dos hojas y mientras se las entregaba decía.
-Guárdate estas hojas en la cartera
y llévalas siempre contigo, procura no romperlas y si esto sucede vuelve a
verme.
Se dirigió a la puerta, dando a
entender que la visita había concluido.
Una vez fuera de la casa y antes
de que pudiera despedirse, la vieja Blasa le dijo, de manera muy sarcástica:
-Ahora cuando te pregunten,
seguro que dirás que te curó la vieja bruja.
No supo contestarla y tan solo se
atrevió a decir un entrecortado y apenas audible adiós.
Esa noche durmió de un tirón, sin
que la dichosa muela diera señales de existencia.
A la mañana siguiente, de nuevo
al salir de casa, se topó con la vieja Blasa.
-¿Qué tal estás hoy?
-Me siente bien, muy bien,
gracias.
Siguió cada uno su camino y
mientras se alejaba, en la cara de la vieja Blasa se dibujaba una bonachona
sonrisa de felicidad.
Nunca se desprendió de esas dos
hojas y en sus recuerdos ya no consta cuando la vieja dejó este mundo, pero hoy
a sus 82 años y cuarenta después de esos hechos, todavía mantiene toda su
dentadura en perfecto estado.
©
Eduardo González Cuartango
28/04/2012